Aquí mora el cazador sin nombre. Gruñe y replica al mismo universo. Espera una respuesta que no llega, o no llegará... quizá llegó y no pudo escucharla.
"Maldita leona... ¡Yllia!" - gruñe su nombre, habla consigo mismo y con todos - "Aparece de una vez... Yo no soy el rey de Sefar, no puedo invocarte... ¡y solo tú podrás contenerlo! ¡Diablos..!"
Él no viene a llorar, viene a encontrarse con la guardiana de la ira. La que no acude a él. Está aprendiendo por si mismo a contenerse. Por primera vez es consciente de la ira que siente. Al fin siente la necesidad de contenerla. Se ha encerrado, aquí, ante la corriente, donde el tiempo deja de ser tiempo, donde la realidad deja de ser realidad, y donde él... deja de ser el cazador de demonios que renegó de su nombre. Le duele la cabeza. Igual que a su viejo amigo, el general Marcus, de la verde tierra de Immert. Los ojos se vuelven crueles para soportar ese dolor. Cosa que no mengua, pero ayuda a controlar su propia ira. Sin ayuda de nadie más. Por momentos tiemblan sus manos y su ánimo. Su voluntad casi se deshace por culpa de ese dolor. Sus manos sujetan su cabeza y sus ojos apenas contienen la ira que su corazón agitado desprende. Terrible castigo, terrible condición humana.
Algo... Algo le contiene, ¿alguien? ¿qué más dará? El dolor mengua junto a la ira.
Ahora que está en paz... fluyen las lágrimas... aunque el cazador desea llorar, no sabe hacerlo.
(El legado del guerrero XXVII)
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